En la jornada de cualquier inversor, surge una disyuntiva fundamental: decidir si apostar por empresas con alto potencial de expansión o por compañías consolidadas que cumplan un rol más conservador. Este dilema no solo define la composición de una cartera, sino que también moldea la tolerancia al riesgo y los objetivos a largo plazo.
La elección entre crecimiento y valor no es un simple binomio, sino el reflejo de ciclos económicos, fases de mercado, factores macro y, por supuesto, de la psicología de cada individuo. A lo largo de este artículo exploraremos las métricas críticas, la historia de rendimientos, los riesgos más comunes y cómo los sesgos pueden inclinar la balanza.
La inversión en crecimiento (growth) se centra en compañías cuyos beneficios y ventas crecen a tasas superiores al promedio del mercado. Estas empresas suelen reinvertir gran parte de sus ganancias para financiar fases de expansión continua, lo que se traduce en múltiplos elevados como PER (precio sobre beneficio), P/B (precio sobre valor contable) o P/S (precio sobre ventas).
Los sectores típicos incluyen tecnología de punta, internet, software, biotecnología y consumo discrecional con innovaciones disruptivas. A cambio de este potencial de revalorización acelerada, los dividendos suelen ser bajos o inexistentes y la volatilidad puede aumentar en fases de ajustes de expectativas.
Por su parte, la inversión en valor (value) busca identificar compañías que cotizan con descuento respecto a su valor intrínseco estimado mediante análisis fundamental. Estas entidades son generalmente maduras, con flujos de caja estables y múltiplos de valoración bajos. A menudo ofrecen rentabilidades por dividendo superiores a la media y provienen de sectores como financiero, energía, industrias y consumo básico.
El origen de esta estrategia se remonta a Benjamin Graham y David Dodd, fundadores de la escuela de “Security Analysis”. Con el tiempo, el estilo growth se diferenció como una vía alternativa centrada en el avance de las oportunidades futuras más que en los activos presentes.
Para evaluar un título growth es esencial analizar su historial de crecimiento de ingresos y beneficios, así como los múltiplos a los que cotiza en comparación con el mercado global. A continuación, algunos indicadores representativos:
En el caso de las acciones value, los inversores se fijan en múltiplos reducidos y en una rentabilidad por dividendo atractiva:
Esta tabla recoge de manera sintética las principales diferencias y sirve como guía rápida al fundar una decisión.
Históricamente, el pulso entre growth y value ha sido cíclico. Hay periodos en los que el value lidera el mercado tras correcciones de burbujas tecnológicas, y lapsos en los que el growth arrasa gracias a innovaciones disruptivas.
En la última década, índices como MSCI World Growth han registrado un crecimiento anual de beneficios cercano al 10–11 %, frente al 3–4 % del MSCI World Value. Este rendimiento diferencial se ha acentuado en entornos de tipos bajos y abundante liquidez.
Por ejemplo, en el S&P 500 el factor growth superó al mercado en 1–2 puntos porcentuales al año, mientras que value quedó ligeramente rezagado. Incluso el factor calidad ha conseguido batir a ambos en algunos estudios recientes.
Estos rendimientos reflejan la sensibilidad al entorno macroeconómico: el growth brilla con tipos bajos y previsiones de expansión, mientras que el value cobra protagonismo en fases de ajuste y normalización monetaria.
Las reservas de liquidez y la política de tipos influye directamente en la valoración de flujos de caja esperados. Un aumento de la tasa de descuento golpea con más dureza a las compañías growth, cuyas valoraciones dependen en gran medida de beneficios futuros.
La fase del ciclo económico determina además el desempeño relativo: en recuperación y expansión las apuestas growth suelen premiarse, mientras que en picos de inflación o endurecimiento monetario el valor tiende a ofrecer refugio.
Otros factores, como shocks de materias primas, cambios regulatorios o disrupciones tecnológicas, pueden alterar de forma rápida las expectativas de los analistas y modificar la prima de valoración entre ambos estilos.
En el caso del growth, el principal riesgo es la sobrevaloración crónica. Una revisión a la baja de expectativas puede provocar caídas pronunciadas, como sucedió tras la burbuja de las puntocom. Además, existe el peligro de obsolescencia rápida en sectores muy competidos.
Para el value, aparecen las famosas “value traps”: empresas que aparentan estar baratas pero operan en mercados en declive irreversible. También es común experimentar largos periodos de subrendimiento frente al índice general, lo que exige mucha paciencia.
El growth seduce con historias de éxito y narrativas de futuro, generando FOMO (miedo a quedarse fuera) y aprobación social. Esto alimenta un sesgo de confirmación que empuja a reforzar posiciones en momentos de euforia.
El value, en cambio, requiere disciplina para soportar críticas y periodos de infrarendimiento. Comprar lo impopular choca con la aversión al dolor y con el sesgo de disponibilidad, que prioriza ejemplos recientes de éxito.
No existe una única respuesta correcta; el inversor debe evaluar su horizonte temporal, tolerancia al riesgo y convicción ante diferentes escenarios. Una cartera diversificada que combine growth y value puede mitigar el ciclo inversor y aprovechar las fortalezas de cada estilo.
Adoptar un enfoque disciplinado y basado en datos es esencial. Revisar periódicamente las métricas clave, monitorizar el entorno macro y reconocer los propios sesgos permite ajustar las apuestas y mejorar la resiliencia de la inversión.
Al final, el verdadero dilema no es optar por uno u otro de forma absoluta, sino aprender a navegar entre ambos caminos, aprovechando oportunidades y protegiendo el capital en los momentos de mayor incertidumbre.
Referencias